23 may 2014

Extraña idea de usar un juego de cartas para predecir el futuro

Que un juego sea usado para la adivinación es casi contradictorio. En efecto, todo juego, y singularmente un juego de cartas, se presenta necesariamente como una posibilidad: una serie de elementos constantes a los cuales no es posible nada sustraer ni agregar y que no se podría tampoco modificar. Un juego, es decir la suma de los datos que hay que manipular debe ser fijo y completo, sino el juego, es decir la serie de operaciones que utilizan esos datos, se falsea en cuanto empieza. Inversamente, toda adivinación alcanza un ámbito ilimitado, puesto que abarca los acontecimientos posibles, cuyo número es infinito y que se bifurcan en todo instante de manera imprevisible (o por lo demás previsible, lo que viene a ser prácticamente lo mismo, si la certidumbre permanece excluida). A este infinito debería normalmente corresponder otro infinito que es aquel en donde el adivino extrae su oráculo: las salpicaduras del plomo, los reflejos que pasan en el cristal y las entrañas de las víctimas o el humo del incienso, el aceite esparcido en el agua o las manchas de tinta, los simulacros de los sueños, los dibujos del poso de café. Aquí en la vida en la que las mismas peripecias sobrevienen las mismas desgracias, las mismas venturas, pero nunca completamente superponibles.
La originalidad, la ventaja y al mismo tiempo la paradoja de recurrir a un juego de cartas para anticipar el inaccesible porvenir, consiste en el hecho de que lo ilimitado, los accidentes posibles se encuentran entonces dependientes de la presencia visible y de las combinaciones agotables de un pequeño número de símbolos tradicionales, cuyas significaciones son por lo demás consignadas en una suerte de léxico, muy difundidas. Sin duda el adivino reivindica los derechos de la videncia y no deja de declarar que es eso lo esencial. Lo que no impide que para los consultantes, las cartas constituyen una garantía: le permiten controlar la enigmática sentencia de la suerte, tal como su propia mano acaba de extraerla del paquete. No bien acreditado que se apresura, si se aparta de él, en explicar las razones de su desacuerdo. Ahora bien, esta doble restricción se resuelve para él en beneficio. El intérprete, en efecto, se encontrará más bien trabado que auxiliado por una infinidad de señales diferentes. Porque es necesario que reduzca (lo he explicado a propósito de la oniromancia) su multitud a un pequeño número de acontecimientos que ocurren más o menos a todos: un encuentro, un viaje, un amor, una traición, una enfermedad, el fracaso o el triunfo, la riqueza o la ruina, la inevitable muerte. Toda clave de los sueños, decía, está obligada a pasar por esta puerta estrecha: traer innumerables y fugaces imágenes a la docena de azares que el hombre cruza casi obligatoriamente durante su corta vida.
No es pues absolutamente aciago que el repertorio de los signos sea pobre, pero es importante que puedan combinarse entre sí de numerosas maneras, como los planetas y las casas del cielo en el firmamento inmutable, como las láminas seriales de los juegos de cartas en la mesa de las pitonisas.
Sólo las totalidades son aptas para contener el infinito de las situaciones humanas. Los planetas que son siete o nueve, los signos del zodíaco que son doce, los rectángulos coloreados que son treinta y dos o setenta y ocho (o el número que se quiera a condición que exprese un conjunto y encierran el universo. Nada se produce en él ni se producirá que no se encuentre de antemano reflejado por alguna configuración de los astros inflexibles, lejanos, eternos, o por la disposición de algunos símbolos elegidos y ordenados, faces mudas, por una mano ciega que, bajo la apariencia del azar, conduce la Suerte irrecusable.
La hipótesis es extravagante y, como tal, inatacable. Acto de fe en lo improbable por antonomasia, desafía todo argumento. Afirma que a cada aspecto de una totalidad dada corresponde a un estado preciso del pasado, el presente o el porvenir en otro conjunto misteriosamente ligado al primero. Para deslizarse de un sistema a otro, sólo basta conocer, quiero decir inventar, las correlaciones necesarias.
Toda mancia lo procura .


Roger Caillois - Intenciones

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