12 jun 2014

El Arte de Preguntar


“El preguntar [...] es más difícil que el responder.”
(H.-G. Gadamer)
Cuando uno se detiene y lo piensa un poco se da cuenta de que en nuestras conversaciones habituales las preguntas ocupan un lugar secundario. Da toda la impresión de que lo realmente importante es la respuesta. Cuando reproducimos una conversación que acabamos de tener con alguien, es mucho más probable que nuestro interlocutor pregunte: “¿Y  entonces qué te dijo?”, como queriendo significar que lo que importa es lo que se contesta, y no tanto lo que se pregunta. Como la mayoría de los aficionados al deporte, y en particular al fútbol, podríamos decir que en nuestros diálogos somos más “resultadistas” que “procedimentalistas”, que nos interesa más el resultado que el proceso mediante el cual llegamos al resultado. Pero hay algo de inconsecuente en este modo de evaluar nuestras conversaciones. Cuando alguien nos pregunta: “Y entonces, ¿qué te dijo?”, claramente nos está preguntando algo.  Queda claro, por la estructura del diálogo, que el preguntar es lo primario -y lo primero-, y el responder lo segundo -y lo secundario. No es tan difícil darse cuenta de que la respuesta tiene sentido si se corresponde con lo preguntado. “Las ocho menos cuarto” es una frase que tiene sentido si alguien nos ha preguntado la hora, y sería un tanto extraño comenzar una conversación con alguna afirmación tan suelta y descolgada como esta.
El filósofo contemporáneo Gadamer es uno de los que más ha insistido en que la estructura del diálogo depende fundamentalmente del preguntar. En la medida en que no hablamos “de bueyes perdidos”, de las variaciones del clima o de cualquiera de los lugares comunes que no pueden llevar ninguna conversación seria a más de un par de intercambios verbales, tiene que haber una pregunta que estructure la conversación. La pregunta, dice Gadamer, le da a la conversación un “sentido direccional”. Y no sólo que el preguntar va señalando la dirección del diálogo: es lo que le da comienzo. La mayor parte de nuestras conversaciones son triviales y dignas del olvido inmediato. Hay otras, en cambio que  se convierten en una verdadera experiencia digna de ser recordada. Para Gadamer, esto sucede cuando en el diálogo se ha producido una apertura: algo que no había sido explorado se abre para nosotros como un mundo nuevo. ¿Y cuándo se produce esta apertura? Regularmente, cuando hay una pregunta. Son las preguntas que alguien nos hace, o que nosotros nos hacemos a nosotros mismos, las que nos hacen pensar. Un signo excelente de que el diálogo está siendo fecundo serían las pausas que el interlocutor se toma para pensar lo que es preguntado. Casi podríamos establecer una regla: cuanto mayor haya sido el silencio que antecede a una respuesta, tanto mayor el significado de la respuesta. Se puede responder rápidamente, y casi sin pensar, a las preguntas más triviales, como “¿consumidor final o...?”, “¿con tarjeta o...?”,  “¿se lo envuelvo para regalo?” y las convencionales: “¿qué tal tu día?”, “¿qué novedades?”, y tantas otras. En la medida en que las preguntas son significativas no se corresponden a los modelos convencionalmente aceptados, y eso muestra por qué son una apertura a una dimensión previamente desconocida,  y por qué contestarlas es una verdadera fuente de experiencias significativas.
Ahora bien: si lo que afirma Gadamer es correcto, ¿por qué, entonces, damos tan poca importancia a lo que preguntamos? ¿Por qué nuestras conversaciones son tan triviales, tan al estilo de monólogos inconexos entre sordos? En una escena trágica de Nuestra Señora de París, Victor Hugo describe el juicio a Quasimodo. El problema del “interrogatorio” es que Quasimodo, al haber pasado tanto tiempo en el campanario, ha quedado sordo. El segundo problema es que el juez que lo interroga, también está prácticamente sordo, pero trata de disimularlo. De modo que el interrogatorio comienza con una pregunta a la que el interrogado no responde por la sencilla razón de que no la ha escuchado, pero que sigue su curso “normal” porque el que interroga no se da cuenta de que su pregunta no ha sido ni escuchada ni respondida. Lo insólito de la situación hace que el público presente en la sala tarde en reaccionar. Es necesario que el “interrogatorio” siga su curso para que se comprenda con total claridad que la escena es la de un diálogo entre sordos en sentido estricto y literal. La ficción literaria de Victor Hugo es una seña para preguntarnos si nuestros diálogos habituales son mucho más que un intercambio formal de frases hechas a preguntas formales que en rigor no escuchamos con demasiada atención. La filosofía de Gadamer nos haría preguntar si nos tenemos que identificar principalmente con el público que comprende la situación o con los infortunados sordos que no se dan cuenta de que no están hablando. ¿Por qué nos cuesta tanto escucharnos?  ¿Por qué nos resulta hoy tan difícil el arte de preguntar? ¿Podemos encontrar indicaciones fructíferas para un arte de preguntar que nos ponga en el camino del diálogo?

Pepe Smart.

5 jun 2014

El sentido de lo mínimo



“Grande es lo breve”

(J. R. Jiménez)





En nuestra cultura de “el tamaño sí importa”, lo que es pequeño regularmente no es valorado. La proporción del valor disminuye con el tamaño hasta llegar a lo mínimo, que puede situarse en el límite inferior de la escala de valores, rozando ya con lo despectivo. Pero esto no es así para todo el mundo. El filósofo alemán Heinrich Rombach ha llamado la atención sobre “la ley de las minimalidades”, según la cual son precisamente los cambios minúsculos los que pueden producir las mayores diferencias. Una mínima chispa puede provocar un incendio, una mínima fracción de tiempo y el estallido colosal del universo comienza, una mínima fracción del tiempo que dura el cruce de dos miradas y comienza el incencio colosal del amor.

La ley de las minimalidades comienza a develar su sentido cuando dejamos de percibir el mundo como un gigantesco mecanismo en el que todo está bien mientras cada parte cumpla con su función correspondiente. Cuando se dice, por ejemplo, que un equipo de fútbol funciona “como un reloj” se adhiere a esta visión del mundo como un sistema. Y lo mismo sucede cuando se dice que una pareja o una empresa funcionan bien. Pero también sabemos lo que sucede cuando alguien que es querido deja la empresa, el equipo o la pareja. Se pueden buscar reemplazos para que el sistema siga operando, pero ya no es lo mismo.  Los cambios dentro del sistema se producen reemplazando las partes o redefiniendo las funciones. Pero también pueden producirse grandes reestructuraciones con modificaciones mínimas. Como dice Rombach: “Las minimalidades bastan para hacer que un bloque de significaciones antiguo se reestructure renovado y surja de allí un mundo distinto.” En los sistemas se puede cambiar todo sin que cambie nada –o para que no cambie nada- pero en las estructuras un mínimo detalle lo cambia todo.

El ejemplo del cajero automático puede ilustrar bien esta relación entre lo mecánico y la devaluación de las minimalidades: nadie espera que el cajero automático se maneje con cifras mínimas. Es en las relaciones interpersonales que el modo como se maneje la minimalidad tiene sentido. El redondeo de un vuelto –de parte de un cajero humano, de parte de un cliente- da lugar a una serie de delicadezas o de torpezas que pueden dejarnos una sensación de regocijo o de molestia que no guarda relación con el monto omitido pero sí con el sentido que tienen para nosotros las relaciones interpersonales. Cuando Paul Ekman intuyó que en la gestualidad humana lo verdaderamente significativo se filtra en microexpresiones que resultan imperceptibles a simple vista no sólo estaba ampliando el campo de investigación de la antropología o de la  psicología empírica: estaba descubriendo otra faceta de la  ley de las minimalidades de las que habla Rombach.

Desde el punto de vista de un sistema puede considerarse al lenguaje, por ejemplo, atendiendo a  las funciones gramaticales de sus partes. Pero es un pequeño cambio en la inflexión del tono de la voz, una variación mínima de la entonación, lo que nos transmite el sentido más profundo de lo dicho. Al despedirse de su hermano, a quien no volverá a ver porque sabe que va a morir pronto, y después de haber discutido con aspereza, uno de los personajes de Ana Karenina cambia el registro de su discurso, y lo hace para pedir perdón. Tolstoy no relata la escena simplemente repitiendo lo que dijo, sino que inserta: “Y su voz temblaba”.  Y la minimalidad del temblor resulta más significativa que el contenido de las palabras.   A veces microfracciones de silencio entre las palabras –inasibles para un análisis gramatical- cambian el sentido completo de una frase. La ley de las minimalidades también vale para el lenguaje escrito. Mientras el sistema educativo nos induce a creer que leer en grandes cantidades es signo de una culturalización adecuada, la ley de las  minimalidades nos advierte, con el poeta, que no se trata de terminar de leer lo que ya se ha empezado, sino de llegar al momento de plenitud en que ya no se sienta que es necesario seguir leyendo: “Bueno es dejar un libro grande a medio leer, sobre algún banco, [...] y hay que darle una lección al que lo quiere terminar, al que pretende que lo terminemos.”  

Pepe Smart.