“Grande es lo breve”
(J. R. Jiménez)
En nuestra cultura de “el tamaño
sí importa”, lo que es pequeño regularmente no es valorado. La proporción del
valor disminuye con el tamaño hasta llegar a lo mínimo, que puede situarse en
el límite inferior de la escala de valores, rozando ya con lo despectivo. Pero
esto no es así para todo el mundo. El filósofo alemán Heinrich Rombach ha
llamado la atención sobre “la ley de las minimalidades”, según la cual son
precisamente los cambios minúsculos los que pueden producir las mayores
diferencias. Una mínima chispa puede provocar un incendio, una mínima fracción
de tiempo y el estallido colosal del universo comienza, una mínima fracción del
tiempo que dura el cruce de dos miradas y comienza el incencio colosal del
amor.
La ley de las minimalidades
comienza a develar su sentido cuando dejamos de percibir el mundo como un
gigantesco mecanismo en el que todo está bien mientras cada parte cumpla con su
función correspondiente. Cuando se dice, por ejemplo, que un equipo de fútbol
funciona “como un reloj” se adhiere a esta visión del mundo como un sistema. Y
lo mismo sucede cuando se dice que una pareja o una empresa funcionan bien. Pero
también sabemos lo que sucede cuando alguien que es querido deja la empresa, el
equipo o la pareja. Se pueden buscar reemplazos para que el sistema siga
operando, pero ya no es lo mismo. Los
cambios dentro del sistema se producen reemplazando las partes o redefiniendo
las funciones. Pero también pueden producirse grandes reestructuraciones con
modificaciones mínimas. Como dice Rombach: “Las minimalidades bastan para hacer
que un bloque de significaciones antiguo se reestructure renovado y surja de
allí un mundo distinto.” En los sistemas se puede cambiar todo sin que cambie
nada –o para que no cambie nada- pero en las estructuras un mínimo detalle lo
cambia todo.
El ejemplo del cajero automático
puede ilustrar bien esta relación entre lo mecánico y la devaluación de las
minimalidades: nadie espera que el cajero automático se maneje con cifras
mínimas. Es en las relaciones interpersonales que el modo como se maneje la
minimalidad tiene sentido. El redondeo de un vuelto –de parte de un cajero
humano, de parte de un cliente- da lugar a una serie de delicadezas o de
torpezas que pueden dejarnos una sensación de regocijo o de molestia que no
guarda relación con el monto omitido pero sí con el sentido que tienen para
nosotros las relaciones interpersonales. Cuando Paul Ekman intuyó que en la
gestualidad humana lo verdaderamente significativo se filtra en
microexpresiones que resultan imperceptibles a simple vista no sólo estaba
ampliando el campo de investigación de la antropología o de la psicología empírica: estaba descubriendo otra
faceta de la ley de las minimalidades de
las que habla Rombach.
Desde el punto de vista de un
sistema puede considerarse al lenguaje, por ejemplo, atendiendo a las funciones gramaticales de sus partes.
Pero es un pequeño cambio en la inflexión del tono de la voz, una variación
mínima de la entonación, lo que nos transmite el sentido más profundo de lo
dicho. Al despedirse de su hermano, a quien no volverá a ver porque sabe que va
a morir pronto, y después de haber discutido con aspereza, uno de los
personajes de Ana Karenina cambia el registro de su discurso, y lo hace para
pedir perdón. Tolstoy no relata la escena simplemente repitiendo lo que dijo,
sino que inserta: “Y su voz temblaba”. Y
la minimalidad del temblor resulta más significativa que el contenido de las
palabras. A veces microfracciones de silencio entre las
palabras –inasibles para un análisis gramatical- cambian el sentido completo de
una frase. La ley de las minimalidades también vale para el lenguaje escrito.
Mientras el sistema educativo nos induce a creer que leer en grandes cantidades
es signo de una culturalización adecuada, la ley de las minimalidades nos advierte, con el poeta, que
no se trata de terminar de leer lo que ya se ha empezado, sino de llegar al
momento de plenitud en que ya no se sienta que es necesario seguir leyendo:
“Bueno es dejar un libro grande a medio leer, sobre algún banco, [...] y hay
que darle una lección al que lo quiere terminar, al que pretende que lo
terminemos.”
Pepe Smart.
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